Aracnet 9 - Los artrópodos y el hombre. Bol. SEA, 20 (1997): 249-257

 

¿Por qué no comer insectos?

V. M. Holt*

(*) El presente artículo es una traducción de la obra victoriana de V. M. Holt Why not eat insects? publicada en 1885 [British Museum (NH), Londres]. Traductor: Leopoldo Castro Torres. (SEA) Avda. Sanz Gadea, 9; 44002 Teruel.

© SEA por la traducción.

 

-«Estos insectos se comen hasta la última cosa verde que crece,
y nosotros los agricultores nos morimos de hambre».
-«Pues come de ellos, y engordarás».

Prólogo

Al emprender este trabajo soy plenamente consciente de la dificultad que supone luchar contra un prejuicio viejo y arraigado en la gente. Sólo pido a mis lectores que me presten oído con una mentalidad abierta, que consideren mis argumentos imparcialmente y me juzguen sin prejuicios. Si me hacen estos favores, estoy seguro de que muchos quedarán convencidos y harán la prueba para constatar la conveniencia de usar a los insectos como alimento. Hay insectos de muchas clases. Mis insectos se alimentan todos de plantas, son limpios, saben bien, son saludables y desde luego más selectos en su alimentación que nosotros mismos. Aunque estoy seguro de que ellos nunca se dignarán comernos a nosotros, estoy igualmente convencido de que, cuando descubramos lo buenos que son, algún día de buen grado los cocinaremos y los comeremos.

 

Primera Parte: ¿Por qué no?

‘Estos los podéis comer; la langosta,
y la langosta calva, y el escarabajo,
y el saltamontes.’
(Levítico, XI. 22).

¿Por qué no comer insectos? ¿Y por qué no, ciertamente? ¿Cuáles son las objeciones que pueden aducirse ante la idea de usar los insectos como alimento? En la palabra ‘insectos’ incluyo aquí otras criaturas como algunos pequeños moluscos y crustáceos que, aunque no entran técnicamente en la categoría de insectos, se pueden llamar así en aras de la brevedad y la comodidad. ‘Puaf; yo prefiero no tocar esas cosas abominables, y mucho menos comérmelas’, es la respuesta. Pero, ¿por qué diablos se califica a estas criaturas de ‘abominables’, si en realidad no son abominables en ningún sentido y de hecho son en todo más aptas para el consumo humano que muchos de los llamados ‘manjares’ que tanto valoramos ahora? Del análisis químico se desprende que la carne de los insectos se compone de las mismas sustancias que la de los animales superiores. Y, si nos fijamos en la comida de la que se alimentan, que es uno de los criterios más comunes para decidir si un animal es o no adecuado para la alimentación humana, vemos que la mayor parte de los insectos dependen íntegramente de materia vegetal de uno u otro tipo; de hecho, todos los que luego propondré a mis lectores como alimento son vegetarianos estrictos. A los animales carnívoros, como el perro, el gato, el zorro, etc., se les considera indignos del dudoso privilegio de ser comidos por el hombre civilizado. De igual manera, me abstendré de pedir a mis lectores que consideren ni por un momento la corrección o conveniencia de probar insectos de hábitos alimentarios tan poco limpios como la mosca doméstica, el escarabajo carroñero o el escarabajo de cementerio (Blaps mortisaga). Pero, ¿cómo es posible que cualquiera que se haya comido alguna vez una ostra viva, a tres chelines con seis peniques la docena, le haga ascos y se estremezca ante un caracol, de costumbres alimentarias más limpias y de aspecto menos repulsivo? La langosta de mar, animal consumido en cantidades increíbles en todas las mesas de alta categoría del país, tiene unos hábitos alimentarios tan sucios que, para asegurarse de su captura, el pescador experto pone como cebo en sus trampas de langostas carne podrida o peces que están tan pasados que ni los cangrejos los quieren. Y, sin embargo, si en una de esas mesas apareciera un plato bien cocinado de babosas, que comen cosas limpias, hasta los invitados más lanzados evitarían probarlo. Otro caso: la anguila se come en todas partes frita, guisada o en empanadas, aunque es una verdadera carroñera del agua (no hay porquería que no se coma), como su igualmente apreciado compañero carroñero, el cerdo, el ‘animal impuro’ de las Escrituras. En tiempos había tantas objeciones a comer cerdo como hay ahora a comer insectos. ¿Qué harían los pobres sin el cerdo ahora?

Es difícil, muy difícil, superar los sentimientos que nos han ido inculcando desde la juventud, pero aun así puedo predecir que habrá un día en que la babosa sea tan popular en Inglaterra como su tocaya la babosa marina, o trepang, lo es en China, y un plato de saltamontes fritos en mantequilla sea tan apreciado para el campesino inglés como un plato de langostas preparadas de forma similar lo es para un árabe o un hotentote. Hay muchas razones para desear este estado de cosas. Primero, la filosofía nos aconseja que no dejemos de lado ninguna fuente de comida saludable. En segundo lugar, supondría un cambio agradable para el trabajador sustituir de vez en cuando su eterna dieta de pan, tocino y panceta, o pan y tocino sin panceta, o pan sin tocino ni panceta, por un buen plato de escarabajos sanjuaneros o saltamontes fritos. ‘¡Cómo viven los pobres!’ Viven mal, ya lo sé, pero es que dejan de lado alimentos sanos por culpa de un prejuicio tonto que la gente de más medios debería ayudarles a superar con su ejemplo. Una de las preguntas constantes hoy en día es ‘¿Cuál es la mejor forma para que el agricultor combata con éxito los insectos que devoran sus cosechas?’ Yo sugiero que los pobres deberían recoger estos insectos devoradores y usarlos como alimento. ¿Por qué no? No pretendo decir que los pobres puedan vivir a base de insectos, pero sí opino que podrían darle a su dieta actual variedad agradable y saludable y, a la vez, prestarle un gran servicio al mundo agrícola. Los agricultores recompensarían a sus hijos por recoger los insectos destructivos, y además se verían doblemente recompensados al compartir en casa platos de insectos que les llenarían y les alimentarían.

Después de todo, entre las clases pobres no hay unos prejuicios demasiado fuertes contra la ingestión de insectos, como lo demuestra la pervivencia en ciertas zonas de viejos remedios a base de cochinillas de la humedad, caracoles y babosas (como cura contra la tuberculosis). Yo mismo conocí hace unos años, en el oeste de Inglaterra, a un trabajador que tenía por costumbre coger y comerse cualquier babosa blanca pequeña que viese, como ‘aperitivo’, como el que coge fresas silvestres.

Puede que sea necesario un gran esfuerzo de voluntad para quitarnos de la cabeza prejuicios que llevan siglos con nosotros, pero, ¿de qué sirve el progreso si no podemos desembarazarnos de estos prejuicios igual que nos hemos deshecho, ante el avance imparable del conocimiento, de ideas caducas como, por ejemplo, la generación espontánea?

Los gusanos del queso, larvas de mosca, son consumidos tranquilamente por mucha gente que a menudo dice que ‘son parte del queso’. Hay ciertamente fundamento para esta opinión, porque estas larvas comen sólo queso, pero ¿qué dirían estos gourmets si les sirviera una col hervida con sus propias orugas? Si yo les dijera que ‘son parte de la col’, mi argumento sería tan válido como el anterior. En realidad, veo perfectamente lógico que las coles se sirvan así, rodeadas de una orla, de delicado sabor, de las orugas que se alimentan de ellas. Tal como están las cosas, esa oruga que alguna que otra vez escapa a la atenta mirada de la cocinera y acaba hervida entre los pliegues de la col le estropea la comida a la persona a la que le cae en suerte, y su ‘abominable’ forma es cuidadosamente escondida en un lado del plato o sacada de la habitación para que no les provoque náuseas a los comensales. Y, sin embargo, ¡los mismos comensales, al principio de la comida, quizás hayan acogido con satisfacción la presencia en la mesa de docenas de ostras, de aspecto mucho más desagradable, y a lo mejor se han tragado una docena de ellas crudas y vivas, como aperitivo! En una mesa de gourmets, el que por casualidad recibe la larva cocida, servida en su comida natural, en vez de ser objeto de lástima debería ser, por el contrario, casi objeto de envidia. Soy perfectamente consciente del horror que esta opinión causará a muchos de entrada, pero cuando la reconsideren cuidadosamente creo que cualquiera que razone correctamente verá que es coherente, aunque siga comiendo ostras crudas con frecuencia, le sigan encantando las carroñeras langostas de mar y continúe haciéndole ascos a mi sugerencia de hacer la prueba.

El asco generalizado a los insectos casi parece haber aumentado en los últimos años, en vez de disminuir, debido, sin duda, a que ya no son corrientemente usados como medicina. En tiempos, al ser recetados como remedios por los curanderos de los pueblos, por lo menos la gente estaba familiarizada con la idea de engullirlos. Las cochinillas de la humedad, que al enrollarse adquieren el aspecto de píldoras negras, se tomaban como laxante; los ciempiés eran un valioso remedio contra la ictericia; los escarabajos sanjuaneros, contra la peste; las mariquitas, contra los cólicos y el sarampión. Los avances de la medicina y la desaparición de los curanderos han acabado con esta creencia en las propiedades medicinales de los insectos, salvo en rincones apartados, donde alguna curandera tiene la misma influencia que el médico local. A medida que estas teorías desaparecen, ¿por qué no introducir la útil costumbre de usar insectos como alimento? De vez en cuando se publican en los periódicos cartas preguntando cuál es el mejor sistema de deshacerse de plagas de insectos como las larvas de elatéridos, de escarabeidos, de típulas, etc., y yo he visto que en las respuestas a dichas cartas se suele recomendar que se les pongan unas trampas consistentes en rodajas de nabo o patata pinchadas en palitos y enterradas, dejando sobresalir del suelo el extremo libre del palito, que sirve para marcar el sitio; a la mañana siguiente las rodajas están llenas de estas larvas, de las que uno ‘puede deshacerse como quiera’, según alguna de las respuestas. Pues yo digo que habría que recogerlas y llevarlas a la mesa. El hombre, con su universal egoísmo, a menudo se toma la molestia de hacer cosas, si le afectan a él directamente o afectan a su estómago, que no haría simplemente por una cuestión de utilidad; y si las larvas de elatéridos, etc., se valorasen como alimento, el incentivo para su recogida sería doble. No hay más que echar un vistazo a las páginas de la excelente obra de Eleanor Ormerod sobre ‘Insectos dañinos’ para ver la capacidad de hacer daño que tienen las hordas del mundo de los insectos, aunque no nos conste por experiencia personal.

Las clases altas no pueden poner ninguna objeción realmente importante a los experimentos con alimentos, si luego se ponen de moda. A continuación reproduzco la carta del restaurante chino de la Exposición de la Salud, cuyas exquisiteces comió y alabó multitud de gente de dinero que en casa le hace ascos a comer manjares nuevos.

RESTAURANTE CHINO
Carta, 11 de septiembre de 1884
ENTRANTES

Pullulas en aceite. Salchichón de Frankfurt
Olivas
Sopa de nido de ave
Visigo de tortuga
Souflé de rodaballo a las algas violetas
Cohombro de mar a la marinera al estilo chino
Vino de Shaohsing
Cajita a la Marqués de Tsing
Rollo de paloma relleno de pistacho
Virutas de ternera a la jardinera con muscus
Aleta de tiburón a la Bagration
Cuenco de arroz
Vino de Shaohsing
Avellanas de loto al aroma de olea
Manzanas garrapiñadas
Compota de lichis
Persdeaux en ensalada a la romana
Fideos chinos a la milanesa
Buñuelo de viento a la vainilla
Helado de frutas
Bizcocho helado con almendras garrapiñadas
Helado de crema de café

POSTRES:

Caquis, manzadas confitadas, melocotones, almendras verdes, uvas

TÉ IMPERIAL

 

Vamos a echarle un vistazo a algunos de los platos que estos super-refinados gourmets comieron con entusiasmo (aunque es de justicia decir que algunas de las señoras no lograron vencer totalmente sus prejuicios y no llegaron a disfrutar con la comida).

La ‘Sopa de nido de ave’ fue apreciada por todos, creo, y personalmente pensé que quizás fuese la sopa más deliciosa que había probado nunca. Pero, ¿de qué está hecha, gourmets delicados? Pues del nido de una pequeña golondrina, que lo construye básicamente con hilos de un líquido viscoso que echa por la boca. ¿No suena eso repugnante? Y, sin embargo, qué sopa más excelente se hace con eso, no sólo deliciosa al gusto sino también, aparentemente, con propiedades vigorizantes y muy buena para la indigestión. El valor anual de los nidos de estas golondrinas que importan China y Japón supera las 200.000 libras. Teniendo en cuenta la buena aceptación general que tuvo esta sopa en la Exposición de la Salud, es seguro que le saldría rentable a algún comerciante de Londres importar nidos a Inglaterra.

El ‘Visigo de tortuga’ era también una sopa excelente, una especie de imitación de la sopa de tortuga hecha a base de pulpo o sepia. ¡Sepia! Vaya a cualquier acuario, mire esas criaturas horribles y dígame si no tienen un aspecto abominable. ¿Parecen buenas para comer?

‘Cohombro de mar a la marinera al estilo chino’. Este fue el plato que asustó a las señoras delicadas. ¿Por qué? Simplemente porque el nombre más corriente que recibe este animal en Inglaterra es ‘babosa de mar’. No cabe la menor duda de que, si se le hubiera llamado de siempre sólo con el nombre de cohombro de mar o bien por su otro nombre de holoturia, nadie le habría hecho ascos. Con cualquier otro nombre, la holoturia sabría bien. Los que la probaron dijeron que estaba muy buena, aunque los ingredientes recordaban, por su aspecto, a trozos de zapatos viejos de cuero o a babosas negras grandes. Tampoco es que se pueda objetar nada contra ninguna de estas dos cosas, claro, porque por un lado la deliciosa gelatina de pata de ternera se hace, entre otros ingredientes, con trozos de cuero, y por otra parte las babosas no son peores que las ostras.

Así pues, hemos tenido recientemente la ocasión de probar algunos de los platos de un menú chino normal, y nuestra opinión sobre ellos se ha visto refrendada por la acogida que tuvo la comida china, que se convirtió en uno de los acontecimientos de moda de la temporada. Allí tuvimos la oportunidad de ver, con asombro, a las señoras y señores más refinados, vestidos de gala, disfrutando de una comida cuyos elementos más atractivos eran cosas como sopa de nido de ave, sepia, cohombros de mar y aletas de tiburón, simplemente porque estaba de moda hacerlo. Me atrevería a decir que, si se les hubiera sugerido a esas personas que comieran esos platos en otras circunstancias, habrían expresado su repugnancia ante la idea. La moda es el motivo más poderoso del mundo. ¿Por qué nadie de alta posición crea la moda de poner platos de insectos en nuestras mesas? El rebaño no tardaría en seguir el ejemplo.

Después de comer esos platos inusuales en la Exposición de la Salud y de descubrir lo buenos que eran, parece extraño que la gente no mire a su alrededor y busque los muchos tesoros gastronómicos que tiene a sus pies y a los que nadie hace caso. ¡Prejuicios, prejuicios, tenéis una fuerza enorme! La gente habla maravillas del sabor delicado de un hongo, al que llama seta, mientras pisa, o tira, una docena de otros hongos comunes, todos tan buenos y sanos como el que alaba. A la gente, de igual forma, le gustan las ostras y los berberechos, y le dan asco los caracoles; se ponen malos comiendo indigestas langostas de mar, que comen porquerías, y se horrorizan al ver bonitas orugas que comen cosas decentes. Esto no sería tan absurdo si sólo afectase a los ricos, porque ellos se pueden permitir ser delicados. Pero igual que, en estos tiempos de crisis agrícola, hacemos todo lo que podemos para aliviar los sufrimientos de nuestros trabajadores, que pasan hambre, ¿no deberíamos hacer uso de nuestra influencia y hacerles ver la existencia de una nueva fuente de alimento?

 

Segunda Parte: Comedores de insectos

Se pueden citar ejemplos de consumo de insectos, tanto en la antigüedad como actualmente, de casi todas partes del mundo habitado, a cargo de gente de todos los colores y naciones. Si menciono ejemplos de la antigüedad, o de las naciones actuales que llamamos ‘sin civilizar’, sospecho que se me replicará ‘¿por qué vamos a imitar a estas razas sin civilizar?’ Pero, cuando se mira con cuidado, se descubre que, aunque sin civilizar, la mayoría de estos pueblos son más delicados en cuanto a la calidad de la comida que nosotros, y se horrorizan más, cuando ven que usamos como alimento al sucio cerdo o la ostra cruda, que nosotros cuando vemos que disfrutan de un plato bien cocinado de langostas de las plagas o gusanos de las palmeras, animales que comen cosas limpias. Si no hay que imitar en nada a estas razas salvajes, ¿cómo es que, siguiendo su ejemplo, cultivamos la quinina, que tanto ricos como pobres nos alimentamos a diario de patatas, que en su momento tuvimos que importar, que nos encanta el curry y que nuestros hombres, luchando al principio contra su aversión natural y contra el mareo, se acostumbran, a base de fuerza de voluntad, a la influencia relajante de la hierba nociva que es el tabaco?

Pueden citarse ejemplos de consumo de insectos desde los tiempos más remotos, y pasando por todos los periodos hasta el actual. Hablando al pueblo de Israel, en Lev. XI.22, Moisés les anima directamente a comer insectos de los que comen cosas limpias: ‘Estos los podéis comer: la langosta, y la langosta calva, y el escarabajo, y el saltamontes’. También se cuenta cómo Juan el Bautista sobrevivió en el desierto a base de langostas y miel de abejas silvestres. Algunos eruditos, sin embargo, considerando aparentemente a las langostas como comida antinatural, y sin saber cómo las aprecian en el Oriente, se han esforzado en presentar argumentos para demostrar que la palabra que se viene traduciendo como ‘langostas’ debería haberse traducido como una especie de vaina de cassia. No es así. Casi todos los viajeros de importancia nos han contado cuánto les gustan estos insectos a los pueblos orientales. Plinio constata el hecho de que las comían mucho en Partia. Herodoto describe cómo los nasamones molían las langostas y hacían tortas con ellas. Los hotentotes, según Sparrman, se alegran cuando encuentran langostas, y las consideran regalo divino, a pesar de que todo el territorio queda devastado por ellas, y se produce una situación de cazador cazado: estos comedores de langostas se ponen bien gordos con las increíbles cantidades que devoran de sus nutritivas y apetitosas enemigas. Cocinadas de numerosas y variadas formas, las langostas se comen en Crimea, Arabia, Persia, Madagascar, África y la India. A veces simplemente se fríen, se les quitan las patas y las alas y se come el cuerpo, condimentado con sal y pimienta. En otras ocasiones se reducen a polvo y se preparan tortas con ellas; o bien se cuecen hasta que están rojas, como las langostas de mar. En la India se las condimenta con curry, como cualquier otro alimento (Simmonds, en su ‘Curiosidades de la comida’, sugiere que hasta el nombre de estos animales, Gryllus, nos invita a cocinarlas [nota del traductor: se trata de un juego de palabras en base de la frase inglesa ‘grill us’, que significan ‘ásanos’]). En Arabia, Persia y algunas partes de África hay tiendas especializadas en langostas; y entre los magrebíes son muy apreciadas, apareciendo en el menú de las mejores mesas. Su forma de prepararlas consiste en quitarles la cabeza, las alas y las patas, cocerlas media hora, echarles sal y pimienta y freírlas en mantequilla. Según mi propia experiencia (y más abajo me extenderé sobre esto), si se usa esta receta con los saltamontes ingleses, estos despreciados insectos se convierten en un bocado realmente sabroso.

Desde los tiempos de Homero, las cigarras han servido de tema para todos los poetas griegos, tanto por su musicalidad como por su delicado sabor. Aristóteles nos cuenta que las apreciaban los griegos más cultos, que tenían a las pupas o crisálidas por los bocados más exquisitos, seguidas de las hembras cargadas de huevos. No sabemos por qué este gusto ha desaparecido en la Grecia moderna, siendo como es mucho más sano que muchos que se han perpetuado. En la actualidad los indios americanos y los nativos australianos comen cigarras.

Según Plinio, los gourmets romanos tenían la costumbre de engordar para la mesa las larvas de ‘cossus’, dándoles de comer harina y vino. No está clara la identidad exacta del insecto al que se aplicaba el nombre de ‘cossus’, pero probablemente era la voluminosa larva del ciervo volante (Lucanus cervus) o un cerambícido grande (Prionus coriarius). Los gourmets de Roma eran muy refinados y selectos con su comida. ¿Por qué le vamos a hacer ascos a lo que ellos consideraban un manjar exquisito?

Eliano nos cuenta que en su época un rey de la India sirvió como postre a sus invitados griegos un plato de larvas asadas que se sacaban de algún árbol y que eran consideradas como algo delicioso por los nativos. Es casi seguro que se trataba de las larvas del escarabajo de las palmeras (Calandra palmarum), enormes larvas del tamaño de un pulgar humano que hoy en día los negros de las Indias Occidentales siguen sacando de las palmeras y comiendo con deleite, bajo el nombre de ‘grugru’. Kirby, en su ‘Entomology’, dice que un tal Sir John La Forey, que era todo un gourmet, era extremadamente aficionado a estas larvas cuando estaban bien cocinadas.

La familia de los cerambícidos ofrece una amplia gama de larvas apetitosas, que son muy buscadas por la gente de los países donde resultan abundantes. Como ya he dicho, algunos piensan que era un miembro de esta familia (Prionus coriarius) el que los romanos engordaban para la mesa con todo el cuidado que hoy se dedica a un cerdo de raza. También la señora Merian dice que un miembro de esta familia es consumido por los habitantes, tanto nativos como blancos, de Surinam, que lo sirven bien tostado, después de haberlos vaciado y lavado. En los viajes de St. Pierre se menciona a este insecto, o a otro parecido, bajo el nombre de ‘gusano moutac’, y se dice que lo comen tanto los blancos como los nativos.

En Java hay una especie de escarabajo sanjuanero (Melolontha hypoleuca) que Wiedemann dice que sirve de alimento a los nativos. El último ejemplo de coleóptero que voy a mencionar es el conocido gusano de la harina, la larva de un pequeño escarabajo (Tenebrio) que las mujeres turcas comen en grandes cantidades para adquirir las formas opulentas que sus maridos tanto admiran.

Los chinos, haciendo uso de ‘los gusanos, que se arrastraban por la tierra desnuda y luego se hacían una tumba y dormían’, comen las crisálidas de los gusanos de seda una vez extraída la seda de los capullos. Las fríen en mantequilla o manteca, añaden yema de huevo y condimentan eso con sal, pimienta y vinagre. Un tal Favand, misionero en China, dice que este alimento le parecía refrescante y vigorizante. También el doctor Darwin, en su ‘Phytologia’, menciona este plato, y dice que también consumen un gusano blanco sacado de la tierra y las orugas de las polillas esfinge; estas últimas las probó, y las encontró deliciosas. Los hotentotes comen orugas, tanto cocinadas como crudas, que transportan en grandes calabazas a sus casas, donde las fríen en cacharros de hierro a fuego lento, removiéndolas constantemente. Una vez fritas, las comen a puñados, sin condimento ni salsa. Un viajero que probó este plato en diversas ocasiones nos dice que le pareció delicado, nutritivo y saludable, con un sabor parecido a nata azucarada o a pasta dulce de almendras.

Saliendo ahora de los insectos en sí, pasaré a algunos moluscos terrestres comunes que han constituido, y de hecho siguen constituyendo actualmente, alimento para muchas naciones tan cultas como la nuestra, pero que nosotros, llevados por nuestros fuertes prejuicios insulares, aún rechazamos. Plinio nos cuenta que los caracoles eran apreciados en la antigua Roma, y la gente los criaba y alimentaba para hacerles crecer en número y tamaño con vistas a su consumo en la mesa. Casi no hace falta decir, por sobradamente conocido, que en la mayor parte de Europa los caracoles se comen actualmente y son muy apreciados. No haría falta, seguramente, ningún precedente que justificase la adopción de los caracoles como alimento, a la vista de que copiamos y apreciamos, con toda justicia, la comida francesa en casi todos los demás aspectos. Aun así, si la terca naturaleza inglesa necesita un precedente sacado de su propia y querida isla, lo hay, porque Lister, en su ‘Historia Animalium Anglicae’, dice que en su época se servían en la mesa caracoles, cocidos y aliñados con aceite, sal y pimienta.

Incluso las arañas han sido apreciadas como bocados exquisitos, no sólo por los pueblos ‘incivilizados’, sino también por europeos cultos. Réaumur habla de una mujer joven que era tan aficionada a las arañas que en cuanto veía una la cogía y se la comía. Lalande, el astrónomo francés, tenía gustos parecidos; y Rosel habla de un alemán que solía extenderse arañas en el pan, como si fueran mantequilla. Este gusto no lo apoyo en absoluto, porque las arañas, al ser predadoras y devorar a otros insectos, coman éstos cosas sucias o limpias, deberían evitarse, igual que los animales carnívoros, en nuestra dieta.

Creo que ya he presentado un número suficiente de precedentes del consumo de insectos, tanto en tiempos antiguos como modernos, en naciones civilizadas y sin civilizar. Bastarán para animar a cualquier persona de fuerza de voluntad normal a que pruebe por sí mismo las exquisiteces desconocidas que le rodean. Nos enorgullecemos de nuestra imitación de griegos y romanos en sus artes; valoramos muchísimo sus lenguas, ahora muertas: entonces, ¿por qué no sacar inspiración de sus mesas? Imitamos a las naciones salvajes en su uso de innumerables drogas, especias y condimentos: ¿por qué no dar otro paso en esa dirección?

 

Tercera Parte: Insectos buenos para comer, y algo sobre cómo cocinarlos

Hemos visto que, desde los tiempos de Moisés y hasta nuestros días, varios ortópteros, que incluyen a langostas, grillos y saltamontes, han sido, y son, comidos y apreciados en muchas partes del mundo. Ahora vamos a mirar en casa, y a considerar la posibilidad de hacer lo mismo, añadiendo a nuestras mesas esa carne limpia, el saltamontes. No nos faltan precedentes. El ejemplo de la Iglesia ha refrendado el permiso escrito de la Biblia. El reverendo R. Sheppard, hace muchos años, se hacía servir en la mesa algunos de nuestros saltamontes grandes más corrientes, siguiendo la receta usada en Marruecos para cocinar sus langostas favoritas. Ahí va: ‘Después de quitarles la cabeza, las patas y las alas, se espolvorean con sal, pimienta y perejil picado, se fríen en mantequilla y se les echa algo de vinagre’. Los encontraba excelentes. Por experiencia propia comparto plenamente su opinión, y poca gente la refutaría si probasen este plato. Yo los he comido crudos y cocinados. Crudos tienen un sabor agradable; cocinados son deliciosos. La receta es sencilla, pero cualquiera con algo de idea de cocina sabrá cómo mejorarla y cómo preparar, basándose en ella, platos como, pongamos, ‘Saltamontes gratinados’ o ‘Acrídidos salteados a la maître de hotel’.

Entre los coleópteros o escarabajos encontramos muchos que bien podrían servir como alimento; algunos en su estado larvario, algunos en estado adulto, y otros en ambos. Tampoco aquí hará falta recurrir a los que comen carne o porquerías. Hay abundancia de vegetarianos estrictos.

La larva del ciervo volante (Lucanus cervus) es, según muchos, lo mismo que el ‘cossus’ que los romanos engordaban para la mesa a base de harina y vino. Como esta destructiva larva, antes de convertirse en escarabajo, pasa algunos años royendo los corazones de nuestros robles, sería una bendición para los madereros si este gusto de los romanos reviviera. Hay muchas variedades de estos xilófagos que podrían usarse como alimento, como se usan el grugru y el gusano moutac en las Indias Orientales y Occidentales. Yo he notado, concretamente, una gorda larva blanca que infesta nuestros sauces en gran número, taladrando el tronco desde el pie hacia arriba. Cuando se talan las plantaciones, ¿por qué desperdiciar este manjar? Si los ricos fueran tan tontos como para rechazarlas, estas larvas serían la alegría de las familias de los leñadores, y una recompensa por el trabajo del jefe de familia. Si se hiciera esto, sería una forma de mantener a raya estas especies destructoras, que actualmente no se consideran dignas de ser recolectadas. ¿Qué objeción válida se puede poner al consumo de estos insectos, cuando las larvas de escarabajos semejantes las comen en todo el mundo nativos y blancos, y cuando todos coinciden en decir que son saludables y sabrosas?

El gusano de la harina, larva de un pequeño escarabajo (Tenebrio), suele causar asco y considerarse adecuado sólo para aves de corral. Hasta el marino, de estómago fuerte y generalmente hambriento, sacude la galleta en la mesa para hacer caer los gusanos antes de comérsela. Bien, que haga caer los gusanos, pero que luego los recoja, los fría en manteca y los extienda en la galleta seca. No volverá a tirar los gusanos de la harina.

En el escarabajo sanjuanero (Melolontha vulgaris) tenemos un enemigo ancestral que, después de pasarse tres años royendo las raíces de nuestros tréboles y hierbas en forma de enorme gusano blanco, se convierte en escarabajo para seguir haciendo destrozos, esta vez en el follaje de nuestros árboles frutales o forestales. Hay que combatir a este enemigo, con uñas y dientes, literalmente, porque en ambas fases es un bocado de lo más exquisito para la mesa. Los pájaros son más sensatos que nosotros. Ellos conocen bien el valor del gordo sanjuanero como alimento. ¡Con qué alegría se abalanzan sobre las apetitosas larvas las ágiles cornejas, siguiendo el arado con grandes zancadas a través del campo de tréboles! ¡Qué festín se dan los pájaros entre los enjambres de sanjuaneros, en las copas altas! Erasmus Darwin, en su ‘Phytologia’, dice ‘He visto al gorrión común destruyendo sanjuaneros, comiéndose la parte central, y he oído que pavos y cornejas hacen lo mismo; deduzco que podrían ser un buen alimento, si se les cocina bien, como las langostas y termitas del Oriente. Y probablemente la voluminosa larva, que las cornejas cogen siguiendo el arado, sea tan deliciosa como la larva llamada ‘grugru’ y una gran oruga que se alimenta de la palmera, siendo ambos asados y comidos en las Indias Occidentales’. Esa es la opinión de uno de nuestros más grandes filósofos y más profundos pensadores; y no cabe la menor duda de que es correcta. Hablando nuevamente por experiencia propia, estoy de acuerdo. Pruébelos, como lo he hecho yo; son deliciosos. Los sanjuaneros no sólo son abundantes, sino que además tienen un tamaño y un grosor de lo más satisfactorios, mientras que las larvas tienen, cuando alcanzan su tamaño máximo, por lo menos dos pulgadas de longitud, y un grosor en consonancia.

Sería una bendición, para las amas de casa, descubrir un nuevo ‘entrante’ para variar la monotonía de las comidas. ¿Por qué la imaginación, que tan grandes pasos da en otras direcciones, va a quedarse quieta en lo que respecta a la cocina? Así pues, amas de casa, ansiosas por ofrecer a los invitados platos nuevos y deliciosos, ¿qué podría ser mejor que ‘Sanjuaneros al curry’ o, si se prefiere un título más misterioso, ‘Larvas de Melolontha a la grugru’? Los invitados que tengan tierras agradecerán la oportunidad de vengarse, a la mesa, acogiéndose a la ley del Talión, de esta, una de sus peores plagas. Otro plato que complacerá al agricultor es ‘Sanjuaneros fritos con salsa de gusano de la harina’. Quizás, de todas formas, la palabra ‘gusano’ pueda caer mal, así que halagaremos los sentidos refinados de las personas delicadas escribiendo el nombre de la receta de nuestro menú como ‘Melolonthas fritas con salsa de elater’.

En mi opinión, los gusanos de la harina son un sucedáneo excelente de las gambas. Hay además miles de miembros del mismo grupo que la gamba (crustáceos) en cada jardín, a saber, las cochinillas de la humedad (Oniscus murarius). Yo las he comido, y he podido comprobar que, al masticarlas, sueltan un sabor notablemente parecido al que tanto apreciamos en sus parientes marinos. La salsa de cochinilla de la humedad está al nivel de la de gambas, o la supera. Esta es la receta: Se recoge una cierta cantidad de las mejores cochinillas que se encuentren (no es difícil, porque abundan bajo la corteza de cada árbol podrido), y se echan en agua hirviendo (que las matará instantáneamente pero no las pondrá de color rojo como se podría esperar). Al mismo tiempo se pone en la cazuela un cuarto de libra de mantequilla fresca, una cucharadita de harina, un vaso pequeño de agua, un poco de leche, con algo de sal y pimienta, y se pone al fuego. En cuanto la salsa se espesa, se aparta el cazo y se echan las cochinillas. Es una salsa excelente para pescado. Pruébela.

Pasando al orden de los himenópteros, a las avispas de sierra inmediatamente las reconocemos como insectos muy comunes, que en su fase larvaria causan unos daños tremendos en las matas de grosellas, dejándolas a menudo sin hojas y a nosotros sin la menor posibilidad de recoger fruto. Todos sabemos las enormes cantidades en que las larvas se congregan sobre los árboles, y lo difícil que resulta hacer que el jardinero, o cualquier otra persona, tome a tiempo medidas para su destrucción. Si se supiera que son buenas para comer, no habría que tener demasiado miedo de que estos voraces devoradores continuasen con su labor destructora. Sería una carrera entre el cocinero y la mujer del jardinero, a ver quién llegaba antes al pobre grosellero. También está la avispa de sierra del nabo, más conocida para los agricultores como ‘la negra’, que a veces devora campos enteros, sin dejar una sola hoja.

En este orden están incluidas las abejas y las avispas. de las primeras ya sacamos una dulce delicia, la dorada miel. De las segurandas podríamos obtener, si quisiéramos, una golosina igualmente deliciosa. ¿Qué discípulo del viejo Izaak Walton, cuando lleva toda la mañana tentando a la astura trucha con suculentas larvas de avispas asadas, no ha sospechado alguna vez que quizás podrían aportar un sabor nuevo y apetitoso a su almuerzo de pan y queso? Quizás su propia comida ha llegado allí en la misma cesta que las larvas; o a lo mejor los peces están mordiendo demasiado bien como para perder tiempo en lavarse las manos a fondo, y el pescador va dándole mordiscos rápidos al almuerzo en los ratos que quedan entre que el flotador da el tirón y se cambian las larvas mordisqueadas. En cualquier caso, a veces ocurre que el pescador percibe el sabor y el olor de las larvas de avispa asadas mientras come, y, que yo sepa, eso nunca le estropea el apetito. Atraído por dicho sabor y olor, y como yo no tengo prejuicios contra los insectos como alimento, he extendido las larvas asadas en pan, y opino que su excelente sabor es razón suficiente para explicar la afición de las truchas por este cebo. He de admitir que las avispas son a veces carnívoras, pero esto es excepción y no regla. Además, el líquido dulce con el que alimentan a sus larvas se compone totalmente, creo, de jugos vegetales, sacados de frutas maduras y flores. Sus crías, como las nuestras, se alimentan sólo de lo que se llama `manjares de cuchara'. Hay que dar la bienvenida, por consiguiente, entre nuestros nuevos platos de insectos, a las `Larvas de avispa asadas en su panal'. La cantidad de nidos de avispa cogidos y destruídos en años productivos es extraordinaria. He tenido noticia de algún agricultor que ha eliminado hasta 16 ó 20 nidos en un radio muy pequeño alrededor de su casa. ¡Qué desperdicio de comida, buena y sana, se produce cuando, uno tras otro, se aplastan con el pie nidos cargados de larvas gordas!

El siguiente orden, los lepidópteros (mariposas y polillas) abunda en material apto para experimentos prácticos y para demostrar mi teoría de los insectos como alimento del omnívoro género humano. Los términos habitualmente usados para los insectos, `horrible', `odioso', etc., no se pueden aplicar con ningún tipo de justicia a este grupo, que en su estado adulto tiene renombre por su elegante belleza y en su fase de larva u oruga tiene casi invariablemente un colorido agradable y nada repulsivo. Su dieta, además, es de lo más vegetariano, ya que consiste en la primera fase de hojas y luego del dulce néctar de las flores. La diminuta hormiga conoce y aprecia la dulzura de los insectos que se alimentan de los jugos de plantas o flores, porque cuida y atiende con cariño nutridos rebaños lecheros de pulgones, para sacar de sus cuerpos regordetes las perladas gotas de melaza que excretan y que tanto encantan a la hormiga. Siempre nos han enseñado que hay que imitar a la hormiga en muchos aspectos. También hay que imitarla en su justo aprecio de los insectos como dulce fuente de alimento. Creo que es en `Los Robinsones de los Mares del Sur' donde se cuenta que a unos viajeros que vagaban por una selva de noche, a la luz, de sus antorchas, les importunaban grandemente unas enormes polillas que repetidamente les apagaban las antorchas llevadas por su amor suicida por la luz. Sin embargo, el fastidio se volvió alegría cuando, tentados por el apetitoso olor que desprendían las polillas tostadas, los hambrientos viajeros se aventuraron a saciar en parte su hambre con las polillas suicidas, que encontraron tan excelentes de sabor como de olor. Según lo que yo recuerdo de esta historia, creo que debe estar basada, probablemente, en las verdaderas costumbres de los nativos que el viajero autor del libro había observado. Recuerdo bien que, al leer el relato, mi imaginación juvenil reprodujo sin esfuerzo el apetitoso olor de una polilla gorda asada; pero no se me ocurrió probar tal manjar. Recientemente, sin embargo, lo he hecho, y los sueños de mi niñez se han hecho realidad plenamente en lo que respecta a las delicias, tanto gustativas como olfativas, de una polilla gorda bien asada. ¡Probadlas, gourmets!

¿Qué argumento cabe presentar contra el consumo de una criatura que es bonita por fuera y dulce por dentro, una criatura que se ha alimentado de néctar, el mítico alimento de los dioses?

Cuando de lo que se trata es de reconciliar el gusto popular con el consumo de este mismo orden en su fase larvaria, las orugas, la tarea que me espera es quizás más ardua. Pero, ¿por qué? Nunca he podido entender del todo el intenso asco que siempre provoca la aparición en la mesa de una oruga bien cocida, servida accidentalmente con la col. La reacción no es más que pura costumbre, consecuencia de un prejuicio injusto. Estas personas delicadas y temblorosas que ahora, perdido el apetito, alejan de sí sus platos al aparecer una oruga bien cocinada que se ha alimentado de verdura, probablemente acaban de engullir una docena de ostras vivas; o puede que hayan compartido una langosta marina, que come cosas repugnantes, y a lo mejor esperan con ilusión la llegada de un plato de becada sin limpiar... Ya he señalado con anterioridad que el mismo Dr. Darwin opina que las orugas de las esfinges, como las consumen los chinos, son muy sabrosas; y otro viajero nos ha dicho que en su opinión las orugas comidas por los hotentotes sabían a pasta de almendras. Por supuesto, al seleccionar orugas para comerlas hay que distinguir entre las que comen plantas venenosas y no venenosas; pero esto no entraña más dificultad que el distinguir, en el caso de bayas o setas, entre comestibles y venenosos.

Las variedades de orugas que pululan por nuestros huertos y que podrían recogerse para su consumo como alimento son realmente demasiado numerosas para tratarlas aquí en su totalidad, pero sí que voy a señalar algunas de las mejores, haciendo hincapié al mismo tiempo en que todas se alimentan de las plantas saludables que nosotros cultivamos para nuestra propia alimentación. Para empezar, la mariposa blanca de la col (Pontia brassicae) es una de las mariposas más conocidas entre nosotros. Su oruga, cuando ha crecido del todo, tiene pulgada y media de largo y es bien conocida de todo hortelano, por su desagradable costumbre de vivir a costa de las coles, de las que suele dejar nada más que los esqueletos de las hojas. Es verdosa por arriba y amarilla por debajo, con rayas amarillas en el lomo y los costados, y está toda punteada de negro y más o menos cubierta de pelos diminutos. La señorita Eleanor Ormerod (en su `Manual de insectos perjudiciales') dice, refiriéndose a esta plaga, que ‘coger a mano las orugas es una tarea tediosa, pero si el terreno no es muy grande es lo más indicado como cura eficaz.’ Este remedio eficaz dejaría de ser considerado como tedioso si el fruto de la recogida acabase en el plato del hortelano o apareciera en el menú de su señora como `Larvas de Pontia a la hotentote'. El `Manual' dice luego ‘Cuando la primera generación de orugas ha crecido del todo y ha desaparecido de las coles, al principio del verano, las ha dejado para convertirse en crisálidas en cualquier rincón cercano, y las pueden recoger en grandes cantidades los niños, pagándoles una módica cantidad por cada cien. Se encuentran sobre todo en cobertizos, casetas y sitios por el estilo, en cada rincón olvidado, bajo escalones, escaleras de mano, vigas y estantes, o pegadas a paredes de piedra o mortero’. ¿Por qué no imitar a los chinos, que, como he dicho, consumen las crisálidas de los gusanos de seda? Los gusanos de seda se alimentan de hojas de morera, lechuga, etc.; estas orugas, de la conocida col. Desprendámonos, pues, de nuestros tontos prejuicios y deleitémonos con crisálidas fritas en mantequilla, con yema de huevo y condimento, o `Crisálidas a la china'.

Los comentarios precedentes son igualmente válidos para la blanquita de la col (Pontia rapae), cuyas orugas son de menor tamaño, verdes y aterciopeladas, con una raya amarilla a lo largo del lomo y manchas de ese color en los costados.

Sin dejar la col, pasamos ahora a la polilla de la col (Mamestra brassicae), cuya oruga es quizás la más conocida como visitante indeseable en la mesa. La larva tiene más o menos una pulgada y media de longitud, varía mucho de coloración, entre carne sucia y verde, y es lisa y aparentemente lampiña. Su redomada costumbre de roer hasta llegar al centro de cualquier col o coliflor la convierte en una gran molestia en el huerto y explica también que frecuentemente aparezca, cocida, en nuestras mesas, provocando por ahora una reacción adversa. Fue un accidente, el incendio de su casa y su pocilga, lo que llevó a los celestiales chinos el aroma del suculento, pero sucio, cerdo. Que estos pequeños accidentes nos familiaricen con el sabor de la limpia y saludable oruga, y que no caiga en saco roto la llamada silenciosa de estos mártires, que nos invitan a beneficiarnos de su martirio. No escondamos, con un estremecimiento, las pruebas de su sacrificio bajo una mortaja provisional de verdura, y, por el contrario, demos la bienvenida a estos pioneros de las delicias del futuro con una sonrisa y los brazos abiertos.

Siguiendo con la lista, mencionaré a continuación una polilla grande, con la cara inferior de las alas de color amarillo, cuyas orugas se alimentan de las hojas del nabo y la col. La polilla es muy corriente, y resulta muy visible por su tamaño y el colorido de sus alas cuando, al sacarla de su escondite diurno, se eleva delante de nosotros, con vuelo adormilado. En las temporadas en que abunda se podrían recoger grandes cantidades, lo mismo de día que de noche, con cazamariposas y poniendo trampas dulces en árboles, como hacen los que colectan polillas. Si se fríen bien en mantequilla, sus gordos cuerpos rivalizan en sabor con las polillas de las que hablaba el viajero.

También está la elegante polilla del tilo, que tiene las alas anteriores de un bonito color gris con dibujos rojizos y negros y las puntas de color beige. Es bonita, y además me atrevo a susurrar, como si fuera un ogro, la sugerencia de que su cuerpo, de una pulgada de longitud, es regordete, redondeado y dulce. Sus orugas son bien conocidas de todos, londinenses y gente de campo, porque se congregan, a finales de Junio, en la ciudad y en el campo, en sus tilos favoritos. Amarillas con rayas y anillos negros, se las ve a menudo cruzando el árido desierto de las aceras de Londres a la busca de un poco de suelo favorable donde enterrarse para pasar su purgatorio. Si entonces dirigimos la mirada al árbol del que estas vagabundas han bajado, veremos ramas, quizás muchas, quizás pocas, desprovistas de su follaje, y, bajando por ellas a toda prisa, otras orugas que saben que les ha llegado la hora; que la naturaleza las llama para que se quiten sus alegres ropajes y humildemente se entierren bajo el suelo, antes de salir como vivarachas polillas. Al londinense que pasa rápido bajo la sombra de estos árboles no se le ocurre que estas orugas sean buenas para comer. O las pisa o las evita, según su naturaleza. El chico de la calle las coge, juega con ellas y finalmente las chafa, pero lo más extraordinario de todo esto es que nunca se le ocurre probarlas. Los niños lo prueban casi todo, pero este prejuicio contra los insectos parece arraigado en ellos desde su más tierna infancia, porque nunca he visto a un niño experimentando con los desconocidos placeres de los insectos como comida. Estas orugas de polilla del tilo se congregan en los árboles en tales cantidades, en años favorables, que se puede conseguir más de un plato de ellas con bien poco esfuerzo, esfuerzo que se ve recompensado no sólo por su sabor, sino también porque a la vez salvamos las tiernas hojas de los tilos.

La mayoría de las polillas comunes que revolotean a miles por la noche en nuestros campos y jardines tienen cuerpos bien gordos, y deberían usarse como comida sin ninguna duda. ¡Son una verdadera encarnación de la dulzura, la belleza y el sabor, almacenes vivientes de néctar recogido de las flores más fragantes! Además, de forma voluntaria y sugerente, se sacrifican a sí mismas en el altar de nuestras luces, cuando estamos sentados, con la ventana abierta, durante las cálidas noches del verano. Se fríen y se asan ante nuestros ojos diciendo ‘¿No os tienta el dulce aroma de nuestros cuerpos cocinados? Freídnos con mantequilla; estamos deliciosas. Cocednos, asadnos, guisadnos; ¡sabemos bien de todas las maneras!’

Voy a pasar ahora a los moluscos terrestres británicos, empezando por el caracol, del que se ha dicho ‘igual que el pescador odia a la nutria, así odia el hortelano a esta plaga voraz y destructora’. Maldecidos por todos los que tienen huerto; abundantes a nuestros pies, alimento saludable y a la vez plaga a destruir, siguen siendo ignorados casi totalmente por ricos y pobres, aunque los ricos ansían encontrar nuevos platos con los que tentar sus aburridos paladares, y los pobres se mueren de hambre. Esto es aún más sorprendente si se tiene en cuenta la afición del país a los moluscos que sí tiene por costumbre comer: para los ricos no hay mayor manjar que las ostras, mientras que los pobres consumen cantidades increíbles de moluscos baratos, como berberechos, buccinos, etc. No hay más que pasear por las calles de cualquier barrio pobre de Londres para darse cuenta del enorme volumen de negocio que hacen los abundantes pescaderos ambulantes, que llevan los carritos cargados de bandejas de moluscos de muchas clases, ya cocinados. Pero en el campo los jornaleros pobres y sus familias intentan, semana tras semana, sobrevivir a base de pan, complementado, si es posible, con un toque de panceta, mientras todas las noches cientos de nutritivos y saludables caracoles y babosas se juntan en el pequeño huerto. ¿Por qué este irresponsable y temerario desperdicio de comida? ¡Prejuicios, tontos prejuicios! La mitad de los pobres de Inglaterra preferirían morirse de hambre antes que alargar el brazo y cogerlos abundantes moluscos con los que se deleitan sus vecinos de Francia. Hay muchos casos (yo he conocido varios personalmente) en que los pobres recogen caracoles y pequeñas babosas y se los comen crudos, como remedio para la tos o problemas de respiración; pero nunca parece ocurrírseles que esta medicina fortalecedora es lo bastante abundante como para servir de alimento, agradable y fortalecedor. Con fines medicinales hacen bien en consumir los moluscos crudos, porque caracoles y babosas, como todos los de su clase, consisten principalmente en albúmina, que es fácil de digerir cruda.

Por supuesto, los ricos pueden permitirse hacer lo que les plazca y rechazar un alimento agradable y sano si así lo desean; pero es un pecado que nuestros pobres sigan ignorando esta abundante fuente de alimento. Se podría hacer algo que sirviera de ejemplo. Los amos podrían preparar sabrosos platos de caracoles siguiendo las recetas usadas en toda Europa continental, y con el tiempo los criados seguirían el ejemplo. Un fuerte obstáculo es la tan generalizada idea de que sólo hay una especie, el ‘caracol comestible’ (Helix pomatia), apta para el consumo, o usada como alimento en el continente europeo. Hay que dejar bien claro que esto es un grave error. En lo único que esta especie es superior a otras es en el tamaño. Su superior tamaño llevó a los romanos a considerarlo como la especie mejor para su crianza con vistas a la mesa; el que se haya visto elegido y criado con preferencia sobre sus compañeros ha dado lugar a su nombre, y a la falsa idea de que ninguna otra especie es comestible. Esta especie, Helix pomatia, no es frecuente en Inglaterra, pero se encuentra en Kent, Surrey y otros condados del sur, a donde muchos suponen que lo trajeron los invasores romanos. El caracol de jardín común (Helix aspersa), al igual que muchas otras especies pequeñas, se consume en Francia y en todos los demás sitios donde se aprecian los caracoles.

De hecho, todas nuestras especies de caracoles son comestibles, a no ser que se recojan después de haberse alimentado de alguna planta venenosa. Para evitar este peligro, lo normal es tener a los caracoles sin comer un tiempo o bien darles de comer hierbas saludables unos pocos días antes de su consumo. Los romanos, se dice, solían engordar los caracoles con harina y vino joven hasta que adquirían un tamaño enorme y un sabor excelente. En Italia, actualmente, a veces los tienen en salvado cierto tiempo antes de comerlos. En muchos sitios de Europa continental se ven ‘jaulas de caracoles’, o ‘caracoleras’, que consisten en rincones cerrados con tablas y tapados con tela metálica. En estas ‘jaulas’ se tienen los caracoles y se les alimenta a base de vegetales saludables y hierbas que les den un sabor agradable. Me gustaría ver una ‘caracolera’ en cada huerto de Inglaterra. Se puede encontrar más información al respecto en un excelente trabajo de G. M. S. Lovell, titulado ‘Moluscos británicos comestibles’, del que he sacado las siguientes recetas, cuya bondad puedo confirmar personalmente.

1. Caracoles en salsa picante.

Los mejores son los caracoles que se han alimentado de parras. Se pone agua en un cazo, y cuando rompe a hervir se echan los caracoles, que se dejan cocer un cuarto de hora; se sacan de la concha, se lavan varias veces cuidando de que queden bien limpios, se echan en agua limpia y se cuecen otro cuarto de hora. Luego se escurren, se secan y se ponen en una sartén con un poco de mantequilla, donde se fríen a fuego lento unos minutos hasta dorarlos; se sirven con salsa picante.

2. Caracoles a la francesa.

Se les rompen las conchas y se echan en agua hirviendo, con un poco de sal y hierbas aromáticas. A1 cuarto de hora se sacan del agua, se les quitan las conchas y se vuelven a cocer; luego se ponen en una sartén con mantequilla, perejil, pimienta, tomillo, una hoja de laurel y un poco de harina. Cuando están hechos, se añade la yema bien batida de un huevo y el zumo de un limón o un poco de vinagre.

Bien, ¿no les parece que estas recetas son apetitosas? Yo he comido caracoles crudos, y los he comido cocinados. Crudos son nutritivos pero casi insípidos; bien cocinados son excelentes. Es inútil que me esfuerce por describir su delicado sabor. Pruébenlos y juzguen ustedes mismos.

No se encuentran muchos casos de consumo de babosas, salvo como remedio para enfermedades pulmonares; pero no veo por qué se las deja de lado de tal manera, estando tan emparentadas con los caracoles. Conocí a dos jardineros que siempre estaban cogiendo y comiéndose cualquier babosa pequeña y gris que se encontraban. Uno daba como explicación que pensaba que tenía el pecho débil; el otro, que le gustaban: las dos son razones válidas. La gente humilde podría hacer sopas de lo más nutritivo, y platos sabrosos, con las variedades corrientes de babosas, que si se las deja hacen tanto daño a las plantas de las granjas y los jardines.

La babosa gris grande (Limax maximus), la babosa roja (L. rufus), la babosa negra (L. ater) y la babosa gris pequeña se encuentran todas en grandes cantidades en casi toda Inglaterra, y si se cocinan adecuadamente son todas igual de buenas. La gente que anda por el campo y los jardines de día se asombran de los enormes destrozos causados por las

babosas y de las pocas babosas que ven. Sin embargo, si saliesen al anochecer, con una buena linterna, verían hordas de babosas, grises, negras, rojas, grandes y pequeñas, saliendo de los montones de basura, de los árboles huecos, de las grietas de las paredes y de cualquier escondite imaginable y dirigiéndose a sus plantas. Parece lógico que la gente humilde las recogiera a cientos, o a miles, para consumirlas. Las de mayor tamaño podrían tratarse como las babosas marinas de los chinos, abriéndolas y poniéndolas a secar para conservarlas. Se pueden conseguir babosas sin arriesgarse a sus ataques nocturnos si se deja basura vegetal o hojas de coles debajo de unas tablas o tejas. Las babosas acuden a estas trampas por la noche, para comer, y al encontrarse a cubierto cuando llega el día, se quedarán allí mismo en vez de volver a sus refugios habituales, con lo que se las podrá coger sin más.

El jornalero no puede decir ‘Nos morimos de hambre. La carne está demasiado cara; el pan resulta casi igual de caro porque las plagas (larvas de elatéridos, de típulas y de escarabajos blancos) han echado a perder parte de la cosecha; nuestra pequeña reserva de harina la han estropeado los gusanos de la harina. Las orugas proliferan en nuestras coles; las avispas de sierra nos han impedido vender nuestras grosellas; hordas de grandes babosas y caracoles han devorado lo que habían dejado las otras plagas. En nuestros frutales los sanjuaneros están acabando con las hojas’. Sí, la carne es cara; pero la cosecha de trigo habría sido el doble de grande si hubierais sido diligentes y hubieras recogido, para consumirlas, las larvas de elatéridos, las larvas de típulas y las suculentas larvas del escarabajo blanco. Los gusanos de la harina sirven para ganar peso. Deberíais haber rebuscado entre las coles y en los groselleros, para poder sacar provecho de sus enemigos. Los caracoles y las babosas deberían ser bienvenidos, y recogidos para meterlos en vuestra pequeña reserva de caracoles. En cuanto a los sanjuaneros, el mayordomo del terrateniente os los debería pagar a seis peniques la veintena. Como las setas, hay que recogerlos y venderlos como bocados exquisitos; o los podríais freír para vuestras propias cenas, antes de que tengan ocasión de deshojar vuestros pobres frutales. Así, no sólo salvaríais el huerto, sino que añadiríais una agradable variedad a vuestras monótonas comidas con platos saludables y sabrosos.

La naturaleza, si se la deja tranquila, llega a un equilibrio entre sus criaturas de forma que ninguna especie se multiplique de manera indebida. Este principio aparece resumido en estos versos:

Las pulgas grandes llevan pulgas pequeñas que les pican en el lomo; las pulgas pequeñas llevan pulgas más pequeñas, y así sucesivamente, hasta el infinito.

Si no se interfiere con ella, la maquinaria de la naturaleza funciona con regularidad perfecta y con un equilibrio exacto. Si, por el contrario, tenemos la arrogancia de entrometernos, el sistema entero se desajusta rápidamente. Cuando importamos o cultivamos frutas exóticas estamos interfiriendo con la maquinaria; cuando matamos a los pájaros para proteger estas frutas exóticas, destruimos el equilibrio que la naturaleza establece para sus criaturas, porque los pájaros son los que ejercen el control natural sobre los insectos. La consecuencia, para perjuicio de nuestras cosechas, es un desarrollo excesivo y un aumento indebido de los insectos. Si queremos salvarlas de sus devoradores, tenemos que poner un peso extra en el otro plato de la balanza, para compensar la pérdida de los pájaros que hemos matado. Yo he hecho aquí todo lo posible por mostrar una forma de hacerlo y de restablecer el equilibrio.

En el cuadro final he esbozado dos menús que contienen algunos de los platos que se pueden preparar a base de insectos. Por supuesto, estos menús están artificialmente llenos de platos de insectos; lo que se pretende es indicar cómo se podrían introducir los insectos en los platos fuertes de una comida normal.

MENÚ I

Sopa de babosas a la china.
Bacalao cocido a la inglesa con salsa de caracoles.

Larvas de avispa fritas en su panal.
Polillas salteadas en mantequilla, a la hotentote.
Ternera estofada con orugas.
Zanahorias tiernas con salsa de elatéridos.

Crema de grosellas con avispas de sierra.
Larvas de sanjuanero a la parrilla.
Pan tostado con larvas de ciervo volante a la grugru.

MENÚ II

Sopa de caracoles a la francesa.
Lenguado frito con salsa de cochinillas.
Sanjuaneros al curry.
Fricasé de pollo con crisálidas.

Cuello de cordero cocido con salsa de larvas de elatérido.
Pato con guisantes.
Coliflores con guarnición de orugas.
Pan tostado con polillas.

 

Página creada en mayo de 2002
Última actualización: sábado, 25 de mayo de 2002


 

¡Recibe un e-mail cuando esta página cambie!


it's private
Powered by
ChangeDetection

Volver a la última página visitada  Atrás ] Arriba ] Siguiente ] [ Mapa de ARACNET ] [ Mapa de la CV-e ]  [Cómo citar los artículos de ARACNETImprimir

© 1999-2002 CV-e Comunidad Virtual de Entomología - http://entomologia.rediris.es - admin@entomologia.rediris.es