Aracnet 7 -Bol. S.E.A., nº 28 (2001) : 199—204. Alucinaciones entomológicasAntonio Melic Notas Previas: 1. Por pura casualidad hace unos meses adquirí en una librería de segunda mano un volumen de ilustraciones decorativas con grabados y litografías antiguas. Me gustan estos libros porque en ocasiones aparecen cosas divertidas, curiosas o simplemente diseños que puedo utilizar en mis actividades ‘paraeditoriales’. Además, suelen ser volúmenes que terminan en librerías de ‘viejo’ o medio regalados en mercadillos y tenderetes. El volumen se titula ‘Ornamentos Fantásticos’ y en su interior pueden encontrarse todo tipo de alucinaciones, mitologías y fantasmagorías, desde Doré y Durero a las de un tal Grandville, entre muchos otros. Ciertas ilustraciones resultaron ser especialmente interesantes para un entomólogo, pues sus protagonistas son nada más y nada menos que artrópodos, aunque en situaciones ciertamente poco naturales. La mayoría de ellas son obra del citado Grandville, un perfecto desconocido para mí. Por desgracia el volumen no incluye información sobre los autores, salvo el nombre y el título de la obra original de la que se ha extraído la ilustración correspondiente. En el caso de Grandville (origen de la mayor parte de los dibujos reproducidos relacionados con artrópodos) la mención es tan escueta como: Scènes de la vie privée et publique des animaux, París, 1841-1842. Un título muy prometedor que inevitablemente me llevó a buscarlo. ¿Quién fue el autor y en qué consistió su obra? No es éste el lugar adecuado para biografiar a Jean-Ignace-Isidore Gérard, artista que firmó sus obras bajo el pseudónimo de Grandville. Me limitaré a decir que nació en Nancy (Francia) el 15 de septiembre de 1803. Era nieto de un cómico e hijo de un miniaturista y su gran pasión fue dibujar sin descanso durante su corta vida. Sus obras probablemente no fueron muy consideradas o no pasaron de ser simples curiosidades o rarezas. No es de extrañar, a la vista de sus temas y motivos. Algún autor, mucho después, lo consideró un preclaro antecedente directo del movimiento Surrealista (y no le falta razón), lo que permite imaginar la naturaleza de sus composiciones, nada fáciles en general. En mi modesta opinión, Grandville fue un artista extraordinario que se anticipó a su tiempo y cuya obra, en muchos sentidos, tiene total vigencia. Se adelantó en casi un siglo en la utilización de diversas innovaciones técnicas y artísticas y su rastro puede seguirse en algunas obras de otros autores que, no obstante, son considerados hoy como innovadores. Las Scènes de la vie privée et publique des animaux fue publicada por Hetzel, con textos de Balzac, Baudi, Droz, Janin, Nodier (otro artista con inclinaciones entomológicas, por cierto), Viardot, Sand, etc. Su intencionalidad fue marcadamente política (a pesar de la censura reinante) en alusión a los enfrentamientos entre realistas y republicanos de la Francia de mediados del XIX. Los animales –habituales en muchas de sus obras– son siempre alegorías, metáforas o simples testaferros de las ideas o personajes auténticos. La vena satírica de Grandville tuvo frecuentemente una férrea batalla con la censura. Otra cosa son sus textos (por ejemplo, en ‘Autre monde’), cuya calidad queda en mi opinión muy lejos de la de sus dibujos. Grandville falleció el 17 de marzo de 1847 en Vanves.
2. Lo que sigue a continuación bajo el título de ‘Alucinaciones entomológicas’ es simplemente un divertimento personal. Tal vez, inadecuado en una revista de entomología, incluso dentro de los borrosos límites que esta disciplina tiene para el Boletín de la SEA. El motivo central son algunos de los dibujos de Grandville. Los textos que las acompañan nada tienen que ver ni con Grandville, ni con su obra. Son totalmente inventados, ajenos, auténticas alucinaciones personales surgidas de la simple contemplación de algunos de los grabados del artista, sacados fuera de su contexto original (¿o ya lo estaban? No lo sé, sinceramente). Bibliografía mínima (algunas obras sobre Grandville que probablemente pueden conseguirse en librerías): Grandville 1988. Otro Mundo. Traducción y prólogo de J.B. Alique. José J. de Olañeta (ed.), Barcelona, 302 pp. Edición original: Autre monde, 1843, H. Fournier, París. ! Varios 2000. Fantastic Ornaments/Ornamentos Fantásticos (reproducciones de diversos artistas). L’Aventurine, París, 382 pp. ! Bizarreries and Fantasies of Grandville. Introduction and commentary by Stanley Appelbaum. Dover Publicatons, Inc., New York, 1974, 166 pp
Un día no muy lejano los animales se cansarán de ser víctimas. No es que les importe mucho la extinción, pues la eternidad es cosa de dioses (y tal vez de humanos) y su medida del tiempo es diferente a la nuestra —¿cómo comparar la existencia de una polilla con la de un vertebrado? ¡y sin embargo, cuán similares son!— Están, podríamos decir, acostumbrados y no le dan más trascendencia que a la de cualquier otro acto cotidiano y vulgar (ventajas de disponer de una memoria colectiva). ¿Qué podría ser más normal? Además: ¿quién quiere vivir siempre? Es más bien nuestra manía de conservarlos y protegerlos lo que les irrita. Eso de ser espiados, custodiados, contados y marcados terminará por abocarlos a la rebelión. Hay que tener un temple especial para ser víctima. Quiero decir para serlo toda la vida, sin descanso, sin interrupciones, ni desmayos. ¡Qué fuerza de voluntad tan magnífica es precisa para ser sometido incluso en los momentos de mayor debilidad de nuestros amos o torturadores! Y nada asegura, en la naturaleza animal, esa predisposición a la fatalidad (la extinción no lo es para un animal). El cronista será, con casi total seguridad, la mosca. Casi, el único animal incapaz de producir en algún momento pena o lástima en un humano. Casi, el único animal cuyo objetivo en esta vida es molestar a los amos o torturadores. Sin motivo y sin esperanza. Sin posibilidad alguna de resultar vencedora en esta desigual batalla, pero ¡Qué magnífica fuerza de voluntad es precisa para mantener el frente abierto, incluso en los momentos de mayor poder de nuestros amos o torturadores!
El funambulista de seis patas hace cabriolas sobre una brizna de hierba seca. El ejercicio es teóricamente difícil, pero apenas tiene mérito. ¿Cómo puede tenerlo si se trata de un saltamontes? ¿Es que no va a saber desenvolverse con soltura en su propio hábitat? Lo que sí causaría admiración sería verlo moverse con elegancia y agilidad en el duro suelo. Ahí sí que resulta ridículo. Se le ve inseguro, torpe. Sus enormes patas traseras —además de darle un aspecto impropio de un insecto serio— sólo sirven de estorbo cuando camina. Y no digamos si pretendiera correr (el pobre diablo ni siquiera puede). ¡Qué patético!. En realidad, es eso lo que esperan los malévolos espectadores; que baje confiado y triunfante tras la estela de los hipócritas aplausos, que descienda al seguro suelo, de donde es imposible caerse, para convertirse en una suerte de payaso engreído y tullido. Luego, los espectadores, continuarán con su plan. Matar al otro grillo, el de la trompeta, que no los deja dormir por las noches (a pesar de que se cree un maestro del solfeo y la campanilla) y salir corriendo, con la rapidez propia de animales nacidos, digan lo que digan los dioses, para la velocidad.
Es poco lo que queda de los tiempos de esplendor en la vieja mariposa. Apenas una sensación fugaz de grandeza pasada y algunas escamas que va perdiendo como canas tornasoladas. Algo en su porte mayestático y caballeroso —a pesar de su figura quebrada y asimétrica— dice vagamente que otrora fue alguien importante que pudo ver maravillas y, tal vez, rozar una espiritualidad reservada a los dioses. A pesar de ello...una sombra sutil ronda las esquinas y ningún perfume consigue disimularla. Es una sensación oscura, húmeda y pegajosa. Algunos opinan que bajo los modales y la estampa de caballero se esconde una naturaleza afeminada, torcida, inquietante. Otros, los más brutos (aunque esto es siempre difícil de precisar cuando hablamos de animales), opinan que su juventud fue depravada, voraz y compulsiva, basada única y exclusivamente en saciar los más elementales instintos primarios: comer, beber, sobrevivir... Un animal-tubo, un organismo cilíndrico comprendido entre dos agujeros: la boca insaciable y el ano incansable.
Canelo ha muerto. En el hospital el equipo vertebrado (es extraño el alto porcentaje de peces entre los doctores, pero ningún estudio ha sido capaz de dar razones) ha hecho todo lo ‘humanamente’ posible por salvarle la vida (a pesar de ser un perro), pero su avanzada edad (dieciséis años y pico), su propensión a la promiscuidad y los excesos de toda una existencia animal e irreflexiva habían ya decretado este trágico desenlace. El mundo —contra lo que pensaba el pobre chucho— sigue girando y ahora toca determinar qué hacer con el cadáver. El cuerpo es reclamado por el cortejo fúnebre, pero los médicos desconfían. Aseguran que poseen un documento por el cual les pertenece, pero la redacción es oscura y enrevesada y los doctores no entienden de cláusulas mercantiles. No están muy seguros de qué van a hacer con él. Les parece sospechosa la forma en que babea el Buitre y el brillo lujurioso en los oscuros ojos de los cuervos. Por su parte, la hormiga jefe reclama también el cuerpo pues quiere extraer el esqueleto para hacer un bonito motivo decorativo que alegrará las tardes de algún viejo gato (son los únicos que aprecian estos objetos macabros). Los médicos se impacientan. No llegan a un acuerdo y se les acaba el tiempo (son peces, y ya no pueden contener más la respiración). Otro drama invisible se está desarrollando a otro nivel, también invisible. Una pulga llorosa abandona el cuerpo frío del difunto —compañero y sustento durante tantos años— y diciendo adiós al ayer y hola al mañana, sube por la pelada cola de la rata. En el mundo animal no hay tiempo para la desesperación, ni para la alegría. Un nuevo amigo; quién sabe, un nuevo manjar. Con suerte, el principio de una terrible epidemia.
Se pone el sol. Otro día menos. Un día menos de soledad y desgracia. Un día menos para el momento en que podré dejar de esconderme, o mejor dicho, en que podré dejar de esconder mi espalda. ¿Quién sabe? Cuando muera, tal vez pueda, durante el instante en que mi alma abandone mi cuerpo inerte para ascender a los prados celestiales sin arañas del Gran Lepidón, ver qué es eso tan horrible que tengo ahí detrás, eso que espanta a los otros animales y los aleja de mí. ¿Qué será? ¿Una horrible llaga? ¿Una cicatriz purulenta? ¿Qué puede causar tanto terror o asco? Sólo he de recordar que, pase lo que pase, no puedo morir mirando el cielo o mi última oportunidad se esfumará para siempre.
...y éstas son las claves de la auténtica clasificación entomológica. Que no te asombre, pequeño melolóntido, su simplicidad, ni lo evidente de su formulación. Ya sé que la especie humana suma siglos inútiles en su intento de comprender nuestra esencia, nuestra genealogía y nuestra historia natural (¡como si fuera posible tenerla de otro tipo!), pero ya sabemos lo que podemos esperar de esa especie y de su limitada comprensión global de la vida. No negaré que durante mucho tiempo los arácnidos pretendieron ser el ancestro primordial de todos los artrópodos y que, para demostrarlo, no dudaron en utilizar toda suerte de argumentos (incluida la virulencia de sus mortíferos venenos). Hoy, como te he explicado, es imposible sostener con sensatez esa vieja teoría y ya son muy pocos los que se atreven a defenderla en público, salvo algún decrépito escorpión. Los arácnidos son tan solo artrópodos muy antiguos y hay que reconocerles el enorme esfuerzo desarrollado para adaptarse a la tierra firme tras tanto tiempo chapoteando en el fango de los mares paleozoicos. Respecto a los crustáceos, sólo puedo decir que nadie en su sano juicio podría creer que son ellos los artrópodos primigenios. ¿Cómo siendo organismos tan dados a la molicie y la pereza? En 600 millones de años apenas han sido capaces de abandonar los mares. ¿Y ellos van a ser el origen, el impulso vital de la mayor fuerza planetaria viviente? Absurdo. Por su parte, ni los miriápodos, ni los apterigotos (esos impertinentes saltimbanquis), han podido esbozar nunca una argumentación que sostuviera, con lógica, sus pobres tesis egocéntricas. Así pues, sólo queda en pie, como te he explicado, una teoría verosímil, a cuyo favor apuntan todas las pruebas recopiladas hasta la fecha y que, sin duda, será ratificada por los nuevos descubrimientos de la imparable ciencia artropodiana. El primer artrópodo, fue un capricornio...
Escuchadme por favor. Reconozco que cometí un error al renunciar a mi naturaleza animal y pretender parecerme al Homo sapiens. Comprendo que estéis enfadados y dolidos, que os hayáis sentido abandonados, pero mis disculpas son sinceras. Me dejé llevar. Pensé que la inteligencia, ese don o maldición que la naturaleza ha depositado en la especie humana, era algo deseable, un golpe de fortuna que tal vez me permitiría, como especie, progresar, sobrevivir, dominar el medio arbóreo y tal vez alcanzar algunas otras conquistas. Hace mucho tiempo que sueño con vengarme del león y sus carnicerías, o de la serpiente silenciosa y su mordisco pestilente y creí, iluso de mí, que la inteligencia me permitiría diseñar y ejecutar estrategias complicadas, planes de huida, asaltos sorpresa, venganzas perfectas. ¿Quién de vosotros no quiere mejorar? ¿Acaso no es ley natural? ¿No estamos condenados todos a vivir a costa de los demás? ¡Abridme, dejadme entrar de nuevo en la irracionalidad! Sigo siendo un animal a pesar de haber tocado la inteligencia. El instinto es lo esencial de mi naturaleza, os lo aseguro, aunque en ocasiones utilice toscas herramientas, aunque sea capaz de recordar vagamente algunos conceptos, a pesar de mis pequeños progresos en la comunicación... sí, sigo siendo un animal, porque no he sido capaz, como los humanos, de ser malvado. Y así, la inteligencia parece no servir de mucho. Ahora me siento como un apátrida. Los hombres me consideran una bestia y vosotros, animales, me consideráis un prohombre. Incluso la divinidad parece verme como un simple borrador, desechado cuando la obra definitiva está terminada...
Como mosquito, reconozco mi naturaleza insignificante y canalla, pero no me siento responsable de ella. Yo nací como soy, sin que nadie me preguntara mi opinión a propósito de chupar la sangre de otros animales. Tal vez, si el Gran Dipterón, se hubiera dignado preguntarme le habría respondido que preferiría ser otro animal. Uno mucho más grande y de estampa más noble; uno capaz de atemorizar con su sola presencia, al más valiente de los animales; uno audaz, rápido y ¿por qué no? de aspecto más gallardo; no sé, tal vez un apuesto murciélago gigante.
La pupa no salió adelante. Ha sido una muerte prematura e inesperada. Todo estaba preparado para el gran acontecimiento (en la dura vida de un insecto, son pocos los momentos de regocijo y disfrutamos mucho viendo los esfuerzos de las engreídas mariposas cuando extienden sus arrugadas alas por primera vez), pero algo falló. Se rumorea que fueron los pesticidas, o la contaminación (o ciertas hojas inapropiadas que probó la víspera). Ahora todo el mundo hace la pantomima. Los carábidos transportan el cadáver con aspecto grave y paso solemne, como si no los hubiéramos visto algunas noches de desenfreno devorar indefensas orugas. El abejorro entona una triste canción (la única que se sabe), mientras las moscas esperan la oportunidad para dejar caer distraídamente uno de esos huevos gelatinosos cerca de los despojos, como por casualidad. El saltamontes y el chinche se han puesto las mejores galas y a pesar de su semblante serio, en realidad se alegran del fracaso (un fitófago menos con el que competir). Timarcha tenebrisca, bajo su aparatosa pamela negra, no sabemos si llora desconsolada o simplemente sonríe. Ocypus es probable que sólo esté intentando encontrar una presa para después del acto. Nosotros, los carroñeros, simplemente esperamos que todo esto termine. Tenemos hambre, como siempre, pero sabremos contenernos hasta el final del protocolo.
La viuda negra es la que tiene mala fama. Dicen que cierta araña devoró a un inocente macho. Desde entonces –sea o no cierta esta historia– todas las Latrodectus tienen que soportar murmullos y miradas afiladas a su paso. Los machos, por contra, caen simpáticos inmediatamente. La gente los mira y saben lo que ocurrirá cuando ya no puedan evitar su destino, cuando la fuerza más poderosa del universo –el sexo– los arrastre hasta la madriguera del monstruo. Hay quien dice que todo fue un lamentable accidente. ¿Cómo distinguir entre la comida y un pequeño macho? ¡Son tan parecidos para una araña! Especialmente cuando se es una hembra primeriza e inexperta. La traición es moneda de cambio en el mundo artrópodo. Los entomólogos –gente ingenua que apenas comprende nada – lo llaman a veces mimetismo, pero se trata de simple engaño. Hipocresía, trampa, traición. Recuerda al escorpión: apenas te divisa en el horizonte abre sus brazos amistosos para fundirse en un fraternal abrazo, pero, ay, si descuidas tu espalda; ay si tu quitina es débil o si dejas al descubierto alguna articulación de tu abdomen. Pronto notarás un frío intenso, punzante y profundo y el destello asesino de los ojos sin luz de tu amigo. Mira la avispa. Viste un precioso traje de gala y su mejor tocado para ocultar esas alas membranosas, varicosas y desagradables con las que les ha castigado el Gran Picón. Pero desconfía. Un bulto enorme se oculta bajo su vestido. ¿Lo ves? Un bulto rebosante de veneno y más profundamente aún, un estilete mortal, afilado como un puñal, que ya sueña con encontrar carne trémula, vencida. ¿Resistirás la llamada de la carne o sucumbirás como esos débiles machos comestibles de la viuda negra? ¿Quién sabe si después de todo, el fuerte, es el macho? A pesar de saber su destino, tiene el coraje y la fuerza de voluntad para ir al encuentro de la muerte, mientras la gigantesca hembra, aturdida y confusa, débil al fin, se deja llevar y abre sus quelíceros chorreantes de muerte.
—Querido ¿qué te ocurre? —dijo ella preocupada. —Me siento mal. Estoy mareado. Creo que voy a vomitar. Sabes que no me gusta el agua, que soy escarabajo de zonas áridas y que me gusta tener mis seis patas en el suelo. No soy buen volador. Ni siquiera me gusta encaramarme a las plantas. No lo soporto. Tal vez haya ranas en esta charca. Me han contado cosas espeluznantes de las ranas y de la forma en que devoran a los escarabajos. Les disparan una masa pegajosa que los succiona y cuando quieren darse cuenta ya están dentro del estómago del batracio. Debe de ser horroroso. —No te preocupes, querido, aquí no hay ranas. Aunque ellas afirman que han evolucionado, en realidad todas ellas sufrieron mutaciones cuando explotó la central nuclear y ahora sólo se devoran entre ellas, a pesar de lo cual, incomprensiblemente sus poblaciones parecen cada día mayores. —¿Y peces? Me han contado que a veces se les ve saltar del agua y capturan incluso insectos voladores despistados. Imagínate, ir planeando, pensando en tus asuntos, y de repente encontrarte bajo el agua, entre las mandíbulas de un enorme pez... —Tampoco hay peces, querido. Se han hecho todos terrestres. Ahora viven en las copas de los árboles y se alimentan de frutos y semillas. Incluso los marinos, son ahora todos abisales. —A pesar de todo, prefiero ir a tierra firme. ¿Y si nos hundimos? —Querido, para ser un carábido depredador eres un poco cobarde... —¿Qué quieres decir? —Pues que apenas hay unos milímetros de agua. Tal vez no te llega ni a los trocánteres. —¿Y si me quedo atrapado en el barro del fondo? Tal vez haya gusanos del fango o algunas otras horribles bestias ahí abajo... —Bueno, vale. Volvemos a la orilla. De todos modos has conseguido echar a perder una maravillosa tarde de primavera. Además, nuestro amor es imposible... —¡No querida! Puedo ser un cobarde, pero ya te dije que no me importaba que pertenecieras a otro orden de Insectos. Yo te amo sinceramente y quiero tener huevos contigo, sin importarme lo que los otros animales murmuren a nuestras espaldas. —No es ese el problema. Bien sé que nuestras diferencias son casi insalvables, pero ¿quién iba a pensar que las carpas del río pasarían la tarde subidas a una higuera oteando el horizonte? Quiero decir que la explosión de la central nuclear tal vez nos brinda una oportunidad única, irrepetible... Puede ser un designio divino, del gran Frigón... —Querrás decir del Gran Coleopterón... —Dejémoslo. No es ni la sistemática ni la religión lo que nos separa.... —¿Entonces? —Es que, querido, los dos somos machos.
El conflicto estaba larvado desde tiempos antiguos y el desarrollo de los acontecimientos simplemente ha servido para anticipar algo que un observador imparcial, incluso poco avispado, habría previsto hace mucho. Que los escarabajos son el tipo de vida dominante de este planeta es bien sabido. Dos o tres millones de formas (como mínimo) basadas en un único modelo invitan a pensar que el infinito existe y puede ser contenido en lo limitado, aunque los matemáticos no sean capaces de demostrarlo. Por tanto, era cuestión de tiempo que las masas acorazadas de escarabajos tomaran conciencia de sus posibilidades y de su poder para dominar un planeta que es suyo. Hacía falta –como siempre– un detonante, una excusa o una combinación azarosa de circunstancias. Ocurrió de la forma más inesperada para todos. Comenzó en mitad de una negociación rutinaria con las plantas sobre la renovación del contrato de polinización para el siguiente millón de años. En algún momento surgieron unas discrepancias marginales relacionadas con la cantidad media de nectar (las angiospermas siempre han sido negociadoras duras y un poco pagadas de sí mismas) y aquello llevó a inevitables reproches en torno a culpas pasadas y repartos de éxitos y fracasos durante tiempos geológicos prácticamente olvidados por todo el mundo. La diversificación de los insectos fue considerada por las plantas como un simple subproducto de la explosión de formas vegetales con flores (las gimnospermas protestaron airadamente, pero sin demasiada convicción) y un grupo de escarabajos, por cierto que saprófagos y por tanto poco dados a dejarse impresionar por las estadísticas, invirtieron la ecuación e hicieron a las plantas un mero residuo de la expansión hexápoda. Las simbiosis y otras relaciones mutuamente beneficiosas funcionan bien hasta que alguno saca el tema de su origen y los méritos respectivos; así que no hubo forma de ponerse de acuerdo entre plantas e insectos y los reproches fueron in crescendo. Se mencionó la fitofagia (como por casualidad) y un grupo de moscas ironizó en torno a lo grotesco de las llamadas plantas carnívoras. Los coleópteros amenazaron con dejar de polinizar plantas; éstas hicieron alusiones a contactos previos con himenópteros y lepidópteros para ofrecerles el contrato en exclusiva (las moscas, de nuevo, protestaron por el olvido de los dípteros polinizadores, pero permaneciendo siempre en un segundo plano); un pequeño mordélido mencionó en un tono de voz suficientemente alto que tal vez podrían hacerse todos fitófagos y un escarabajo rinoceronte le respondió, en el mismo tono, que le habían hablado mucho y bien de la vida como plaga. Las negociaciones se rompieron y la polinización quedó suspendida por primera vez en sesenta millones de años. Los escarabajos florícolas comenzaron a buscar otras formas de vida, aunque sin éxito. ¿Cómo cambiar costumbres milenarias de la noche a la mañana? ¿Cómo superar las limitaciones impuestas por la propia morfología, es decir, por la propia identidad? Lo intentaron, pero millares de escarabajos se vieron abocados al fracaso. ¿Cómo una especie dedicada a visitar delicadas flores iba a enfrentarse ahora a duros tallos, a deleznable materia orgánica en descomposición, a una vida como parásito o depredador sobre otros organismos? Las revueltas comenzaron... Contra lo que suele pensarse, los coleópteros forman un grupo muy unido. Ni su número inmenso ni sus variadas formas de vida, ni siquiera su naturaleza bastante indolente y carácter bonachón, han impedido la existencia de un arraigado sentimiento de pertenencia a un grupo natural, diferente y exclusivo. Así, las hordas escarabajiles, lejos de ocuparse de sus asuntos respectivos tomaron como propio el grave problema de los compañeros florícolas. Y no tardaron en fijar una estrategia. Cuando se celebró el siguiente Congreso de los Artrópodos –en principio una reunión protocolaria sin mucho contenido celebrada cada cierto tiempo para debatir asuntos formales relacionados con la organización del grupo– los coleópteros formularon una propuesta inaceptable para los restantes miembros: pretendieron dejar de ser el orden Coleoptera para convertirse en lo que según ellos era legítimo: una Clase independiente, con igual estatus, derechos y privilegios que Arthropoda. Las protestas no se hicieron esperar (algunas fueron francamente enérgicas, especialmente de los Collembola, que llevaban décadas luchando inútilmente por alcanzar mayores privilegios sistemáticos), pero eso ya estaba previsto por los escarabajos. El Congreso rechazó la propuesta y los coleópteros anunciaron su renuncia a la condición de artrópodos y su desvinculación de todos los compromisos adquiridos previamente. Un lúgubre silencio se hizo entre los restantes miembros del Congreso, pero éste permaneció firme en su decisión pues tampoco tenía otras opciones. La estratagema funcionó. En esencia, los coleópteros se vieron libres a partir de ese momento de cualquier acuerdo ratificado por los artrópodos. Ello implicaba que podían declarar la guerra contra otros ‘órdenes’ y en su punto de mira estaban las mariposas, los himenópteros y los dípteros. Y así fue. Para empezar, los coleópteros de todo el mundo iniciaron una serie de contundentes acciones bélicas contra los ropalóceros y sírfidos. Luego tocó el turno a los noctuidos y varios grupos de himenópteros (salvo los formícidos, a los que por simple prudencia, se preocuparon de no molestar). El ejército coleóptero contó sus intervenciones por victorias. Su infantería acorazada se convirtió en la pesadilla de muchos taxones menores y aún hoy, cuando ya el conflicto ha sido resuelto, las madres de muchos insectos amenazan a sus pupas insomnes con las cizallas de Lucanus (aunque son inofensivas) o la voracidad de temibles Gorgojos carnívoros. Los lepidópteros y gran parte de los himenópteros tuvieron que firmar una paz humillante con los coleópteros que les impedía, en esencia, practicar la polinización de las flores. Fue muy duro para ellos (especialmente para las mariposas, que pretendieron hacerse depredadoras con resultados poco menos que humillantes), pero mejor malvivir que morir. Las angiospermas tuvieron que ceder. Se habían quedado sin polinizadores. Sin el recurso de los insectos, su destino estaba marcado. Además, las gimnospermas –esas zorras traidoras– lejos de apoyarlas intentaron aprovecharse de la situación y recuperar antiguos esplendores y dominios. Se firmó un nuevo contrato con los escarabajos en el que las plantas con flores reconocían el papel ‘fundamental’ jugado por los coleópteros en el desarrollo de las angiospermas y la ‘deuda de gratitud infinita e ilimitada’ que por siempre perviviría, así como otros derechos menores (en relación a la cantidad, calidad y lugar de entrega del néctar) que desde esa fecha asistirían a los escarabajos florícolas. Así se escribe la historia, incluso entre los insectos. Los escarabajos no fueron los únicos vencedores. Las moscas –siempre en un segundo plano, pero hábiles oportunistas– consiguieron introducir una enmienda en el documento por la cual, en un plazo no superior a diez millones de años, las plantas carnívoras deberán cambiar sus hábitos alimenticios por otros más acordes a su naturaleza vegetal. |
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